En una cueva comparte con nosotros su primera lección acerca de la ternura del Dios que se acerca a los hombres −tan soberbios en demasiadas situaciones− para darles su vida sin ruido
Encontramos la ternura primordialmente en las madres, los niños y los poetas aunque, en ocasiones estos la conduzcan por derroteros no buscados aquí. Sin embargo, desde dos ópticas diversas, propongo a dos de ellos. El primero es Antonio Machado, cuando escribe los sueños de una bendita ilusión, que una fontana fluía dentro de mi corazón. Entrando en la literalidad de las dos últimas estrofas, el poeta de los Campos de Soria sueña con unos imposibles: soñé, bendita ficción. Todo es onírico e inexistente, tanto la fontana que fluía en su corazón, como el ardor que siente en el mismo, como Dios.
El segundo poeta es Carlos Bousoño, un literato de nuestro tiempo, con mente cristiana, refiriéndose ya a Jesús adolescente, lo piensa viendo las estrellas, donde su Padre estaba. Y continúa: Otras veces al mundo mirabas. De la mano / de tu Madre pasabas con gracia y alegría. / Pasabas por los bosques, como un claror liviano, / por los bosques oscuros donde tu Cruz crecía. / Niño junto a su Madre, Niño junto a su muerte, / creciendo al mismo tiempo que la cruda madera. / Me hace llorar la angustia, oh Cristo niño, al verte / pasar por ese bosque junto a la primavera. Tal vez se pueda ponderar que esta visión de Jesús Niño merezca el reproche de aguar la Navidad y, sin embargo, es su visión más profunda y de paso más tierna. Escuché a un Beato de la Iglesia que los hombres morimos porque nacemos, pero que este Niño nace para morir. Efectivamente, su destino en la tierra es redimirnos a través de la muerte en la Cruz.
Nace el Niño Dios en Belem, un oscuro lugar de Judea, en una cueva porque no había lugar para sus padres en el mesón. Y en esta cueva comparte con nosotros su primera lección acerca de la ternura del Dios que se acerca a los hombres −tan soberbios en demasiadas situaciones− para darles su vida sin ruido. Allí, en Belem, podemos verlo ocupando una cátedra en la que, sin palabras, nos imparte lecciones que comenzarán a girar la historia humana, sin aspavientos de ningún tipo, sin alarde alguno, con la naturalidad de un niño, que no se impone por fuerza alguna porque se ha anonadado, como recordará el Apóstol Pablo. Y el escondimiento nos muestra una sabiduría, un camino de vida para una humanidad necesitada.
Resulta necesario invocar sin descanso, con una fe recia y humilde: ¡Señor!, no te fíes de mí. Yo sí que me fío de Ti. Y al barruntar en nuestra alma el amor, la compasión, la ternura con que Cristo Jesús nos mira, comprendemos en toda su hondura las palabras del Apóstol: ‘virtus in infirmitate perficitur’; con fe en el Señor, a pesar de nuestras miserias −mejor, con nuestras miserias−, seremos fieles a nuestro Padre Dios, brillará el poder, sosteniéndonos en medio de nuestra flaqueza. Así predicaba Josemaría Escrivá, buscando resaltar esa ternura del Dios Niño. Porque tenemos un Dios hecho ternura, hecho Niño.
Al iniciar su ministerio petrino, en la fiesta de San José, el Papa Francisco mostraba una especial atención al Santo Patriarca, en cuanto custodio de Jesús: ¿Cómo ejerce José esta custodia? Con discreción, con humildad, en silencio, pero con una presencia constante y una fidelidad total, aun cuando no comprende. Desde su matrimonio con María hasta el episodio de Jesús en el Templo de Jerusalén a los doce años, acompaña en todo momento con esmero y amor. Está junto a María, su esposa, tanto en los momentos serenos de la vida como en los difíciles, en el viaje a Belén para el censo y en las horas temblorosas y gozosas del parto; en el momento dramático de la huida a Egipto y en la afanosa búsqueda de su hijo en el Templo; y después en la vida cotidiana en la casa de Nazaret, en el taller donde enseñó el oficio a Jesús. Custodio es el que cuida.
José es «custodio» −predicaba Francisco en la misma ocasión− porque sabe escuchar a Dios, se deja guiar por su voluntad, y precisamente por eso es más sensible aún a las personas que se le han confiado, sabe cómo leer con realismo los acontecimientos, está atento a lo que le rodea, y sabe tomar las decisiones más sensatas. En él, queridos amigos, vemos cómo se responde a la llamada de Dios, con disponibilidad, con prontitud; pero vemos también cuál es el centro de la vocación cristiana: Cristo. Guardemos a Cristo en nuestra vida, para guardar a los demás, para salvaguardar la creación, concluía el Papa. Bajo esa custodia de los hombres, fiándose de ellos, la ternura de un Niño comienza a girar la historia. Rosado entre pajas sonríe el niñito regalo de carne que Dios nos dejó. Y un buey y un burrito contemplan absortos al Dios que se duerme después que mamó Y una madre Virgen lo vela en sus sueños aparta la paja que pueda pinchar. Es el retazo de un villancico. Así de sencillo. Con un buey y un burrito, ese Niño está haciendo girar la historia.
Pablo Cabellos Llorente, en lasprovincias.es.
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