Jueves de la semana 2 de Adviento
“En aquel tiempo, dijo Jesús a las turbas: «En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él. Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan. Pues todos los profetas, lo mismo que la Ley, hasta Juan profetizaron. Y, si queréis admitirlo, él es Elías, el que iba a venir. El que tenga oídos, que oiga»”. (Mateo 11,11-15).
1. Juan Bautista fue fiel a su misión. “Dijo Jesús a las turbas: «En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista”. Su vida era servicio a los demás: predica la conversión y penitencia y bautiza con agua anunciando que vendrá quien bautiza con el Espíritu Santo. Proclama la verdad sin ningún respeto humano por quedar bien, o por miedo a perder la vida. Le siguieron como discípulos los que luego fueron primeros discípulos de Jesús: por lo menos Juan y Andrés, que luego llevaron a los demás. Estuvo firme ante las dificultades, hasta la muerte: "El Reino de los Cielos padece violencia, y los esforzados lo conquistan."
“…sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él. Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan”. En la lucha espiritual, no cuentan tanto los resultados sino la lucha en las cosas pequeñas de cada día: transformando la envidia en detalles de servicio, el mal genio en comprensión, la “memoria histórica” en perdón, la comodidad en pensar en los demás, el estar “en Babia” por prestar atención a lo que toca, el pesimismo por el volver a empezar.
"Hoy, decía san Josemaría Escrivá, que empieza un tiempo lleno de afecto hacia el Redentor, es un buen día para que nosotros recomencemos. ¿Recomenzar? Sí, recomenzar. Yo -me imagino que tú también- recomienzo cada jornada, cada hora; cada vez que hago un acto de contrición, recomienzo”. Y esto significa luchar “de tal manera que, detrás de cada pelea y de cada batalla, haya una pequeña victoria, con la gracia de Dios; y de este modo contribuimos a la paz de la humanidad”. En el mundo, tan lleno de agresividad, falta paz. En un pueblo me contaron de niños violentos que se peleaban en la calle, aparentemente los padres eran educados, pero los niños captan lo que hay en el interior de los mayores, más allá de estas capas de educación con que a veces nos revestimos. Y viendo una tensión de violencia contenida, ellos salían violentos sin ninguna careta. Por esto, si de verdad queremos que haya paz en el ambiente, hemos de llevarla en nuestro corazón.
Para ello, es importante no encerrarse en pequeños traumas e insatisfacciones, no conformarse con los fracasos, sino convertirlos en experiencia para recomenzar: luchar con perseverancia, convertir lo bueno en una ocasión de agradecimiento, y lo malo en ocasión de rectificar, con un poco más de amor. El tiempo litúrgico va clamando: ¡ven, Señor Jesús!, ¡ven! Estas son llamadas para ahondar en la fuerza y el amor que vienen de esta búsqueda sincera de Jesús, deseando que nazca en nosotros, que nos transforme en Él.
El examen de conciencia es una buena arma para luchar con este espíritu de victoria. El siervo de Dios Álvaro del Portillo nos aconsejaba “hacer a conciencia el examen de conciencia”, es decir poner atención a ahondar en las raíces de nuestra actuación, agradecer las luces sobre lo que aún no va, ya que saber a dónde hay que ir -qué es lo que hay que mejorar- es tener medio camino hecho.
Hasta el día 17 seguiremos al precursor, Juan Bautista, para llegar al Mesías, como rezamos en la Plegaria Eucarística IV: «cuando por desobediencia perdió tu amistad, no le abandonaste al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca». Nos dice: «yo te cojo de la mano y te digo: no temas». Son dos manos que se unen: la nuestra que se eleva hacia Dios pidiendo salvación, y la de Dios, que nos ofrece mucho más de lo que podemos imaginar. Te pedimos, Señor, abrir los ojos para ver tu mano tendida hacia nosotros, para que «veamos y conozcamos, reflexionemos y aprendamos de una vez, que la mano del Señor lo ha hecho» (J. Aldazábal).
“El Reino de Dios padece violencia, y quienes se esfuerzan lo conquistan”: los poderes del mal en el exterior, nuestras malas inclinaciones en el alma, muestra el mapa de esa violencia, y con lucha llena de paciencia y humildad, pidiendo más ayuda al Señor, podremos ir adelante llenos de esperanza. No importa si somos débiles, si nos acogemos a la fuerza de ti, Señor: “Detesta con todas tus fuerzas la ofensa que has hecho a Dios y, con valor y confianza en su misericordia, prosigue el camino de la virtud que habías abandonado” (San Francisco de Sales).
2. La historia tiene un sentido porque hay Alguien que sabe adónde va, que marca un ritmo y deja libertad, pero a veces dice “basta” al mal, pone un límite, y reencamina todo hacia bien: un Dios que llena de su misericordia el mundo, es su huella:
-"No temas, gusanito de Yavhé". Israel ha sido en su destierro como un gusano pisoteado por las naciones. Pero tú, Señor, lo llevas de la mano, "te agarro de la diestra". Es bueno que gustemos esta maravillosa expresión de amor de Dios muchas veces al día: "Yo te llevo de la mano". Así estaremos mucho más tranquilos, con ocupaciones, pero sin preocupaciones…
-"Los pobres buscan..." Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia. Fórmula que expresa le espera, el deseo. –“Yo, el señor, les responderé: No temas, Yo te ayudo. No temas, Jacob, débil gusanillo; Israel, miserable mortal”. Esta es ya una bienaventuranza: la de los pobres. Pequeñez de ese pueblo de deportados, despreciados, explotados, perdidos en la gran Babilonia pagana. Pequeñez de María, portadora, sin embargo, del Misterio de Dios, «débil criatura» que vivía en una pobre aldea, casi desconocida. ¡No en Roma, la triunfante... No en Atenas, la sabia... Ni en Babilonia, la soberbia... Ni siquiera en Jerusalén, la santa... Ni en ninguna de las grandes capitales de la época! Sino en Nazaret poblado desconocido, en medio de gente humilde y sencilla. El verdadero valor no procede de la situación humana sino de la mirada de Dios. ¿Qué es lo que esto cuestiona mi vida?
-“Yo soy el Señor, tu Dios. Te tengo asido por la diestra”. Es preciso saborear, en el silencio, esas declaraciones de amor... Basta con dejarse llevar por esa imagen: ¡Toma mi diestra, Señor! ¡Quédate de veras «conmigo»! Escucho... Escucho esas palabras que me diriges. ¿Qué podría dañarme, en mi pequeñez, si, de verdad, conservo tu mano en la mía?
-“Triturarás los montes... Y tú te regocijarás en el Señor”. Es una réplica contra los opresores babilonios. Es, ante todo, el anuncio de un gran gozo después de la pena.
-“Los pequeños y los pobres buscan agua... pero no hay nada. Su lengua se les secó de sed. La boca de Dios lo testifica”. Nos recuerda aquel «Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia.» Ser amados y considerados... ganar regularmente un salario justo... ir adquiriendo algo más de responsabilidad, de confort... ser como todo el mundo, no ser humillados... ser atendidos en las necesidades, con una visita oportuna... y que los sufrimientos y la mala suerte no sea algo normal en sus vidas... Ante esos deseos tan humanos, ante esa «sed», debemos también, como Dios, testificar «y no hay nada» ¿Es una espera frustrada, un deseo inútil, la Nada?
-“Yo, el Señor, los atenderé... No los abandonaré”... Señor, realiza tu promesa, hoy. Señor, ayúdanos también a atender a los pobres en todo lo que esté de nuestra parte.
-“Abriré en los montes, ríos y fuentes... Convertiré el desierto en lagunas... Y la tierra árida en hontanar de aguas... Pondré en el desierto cedros, acacias, mirtos, olivos, cipreses, pinos y enebros... De modo que todos vean y sepan que la mano del Señor ha hecho eso”. Imágenes de lozanía, de fecundidad y de abundancia. En nuestro mundo tan «árido», tan duro... ¡haz que mane el «agua viva»! (Noel Quesson).
3. El Salmo 144 canta con gozo: «El Señor es clemente y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad. Te ensalzaré, Dios mío, mi Rey, bendecir tu nombre por siempre jamás. El Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas. Por eso queremos que todas las criaturas le den gracias, lo bendigan sus fieles, proclamen la gloria de su reinado, que hablen de sus hazañas, explicando sus hazañas a los hombres, la gloria y majestad de su reinado, porque su reinado es un reinado perpetuo y su gobierno va de edad en edad». Demos gracias a Dios que se acerca en Jesús esta Navidad, pues «De su plenitud todos hemos recibido, gracia por gracia» (Jn 1,12.16). Por él «sabemos que hemos sido transplantados de la muerte a la vida» (1 Jn 3,14). «Vivamos, pues, la novedad de esta vida» (Rom 6,4), como verdaderos hijos de Dios, participando de su naturaleza divina.
Llucià Pou Sabaté
San Dámaso I, papa
Nacido
aproximadamente en el año 304; murió el 11 de Diciembre del 384. Su padre,
Antonio, probablemente era español; el nombre de su madre, Laurencia (Lorenza),
hasta hace poco no era conocido. Dámaso podría haber nacido en Roma; lo cierto
es que creció allí prestando sus servicios a la iglesia de San Lorenzo mártir.
Fue elegido por gran mayoría Papa en octubre del año 366, pero un cierto número
de ultra conservadores seguidores del difunto Papa Liberio lo rechazaron, y
escogieron al diácono Ursino (o Ursicino), quien fue de modo irregular
consagrado, y quienes para tratar de sentarlo en la silla de Pedro ocasionaron
gran violencia y llegando al derramamiento de sangre. Muchos detalles de este
escandaloso conflicto están relatados en el "Libello Precum" (P.L.,
XIII, 83-107) de forma muy tendenciosa, pero por una demanda a la autoridad
civil por parte de Faustino y Marcelino, dos presbíteros contrarios a Dámaso
(cf. también Ammianus Marcellinus, Rer. Gest, XXVII, c. 3). El emperador Valentiniano
reconoció a Dámaso y desterró en el año 367 a Ursino a Colonia,
posteriormente le fue permitido volver a Milán, pero se le prohibió volver a
Roma o a su entorno. Los partidarios del antipapa (ya en Milán aliado a los
Arrianos y hasta su muerte pretendiendo la sucesión) no dejaron de perseguir a
Dámaso. Una acusación de adulterio fue presentada contra él ( en el 378) en la
corte imperial, pero fue exonerado de ella primero por el propio Emperador
Graciano (Mansi, Coll. Conc. III, 628) y poco después por un sínodo romano de
cuarenta y cuatro obispos (Liber Pontificalis, ed. Duchesne, s.v.; Mansi, op.
cit., III, 419) qué también excomulgó a sus acusadores.
Dámaso
defendió con vigor la Fe católica en una época de graves y variados peligros.
En dos sínodos romanos (años 368 y 369) condenó el Apolinarismo y
Macedonialismo; también envió legados al Concilio de Constantinopla (año
381), convocado contra las herejías mencionadas. En el sínodo romano del año
369 (o 370) Auxentio, el Obispo Arriano de Milán fue excomulgado; mantuvo la
sede hasta su muerte, en el año 374, facilitando la sucesión a San
Ambrosio. El hereje Prisciliano, condenado por el Concilio de Zaragoza (año
380) atrajo a Dámaso, pero en vano (Prisciliano era natural de Galicia, España
y hay eruditos que consideran a Dámaso o a su familia también gallega. N. del
T.). Dámaso animó a San Jerónimo para realizar su famosa revisión de las
versiones latinas más tempranas de la Biblia (vea VULGATA). Durante algún
tiempo, San Jerónimo también fue su secretario particular (Ep. 123, n.
10). Un canon importante del Nuevo Testamento fue proclamado por él en el
sínodo romano del año 374. La Iglesia Oriental recibió gran ayuda y estímulo de
Dámaso contra el arrianismo triunfante, en la persona de San Basilio de
Cesárea; el papa, sin embargo, mantuvo cierto grado de suspicacia hacia el gran
Doctor de Capadocia. Con relación al Cisma Meletiano en Antioquía, Dámaso, con
Atanasio y Pedro de Alejandría, simpatizaron con el partido Paulino por ser el
mejor representante de la ortodoxia de Nicea; a la muerte de Meletio trabajó
para afianzar en la sucesión a Paulino excluyendo a Flaviano (Socrates,
Hist. Eccl., V, 15). Apoyó la petición de los senadores cristianos ante
el Emperador Graciano para el retirar el altar de Victoria del Senado
(Ambrosio, Ep. 17, n. 10), y vivió para dar la bienvenida al famoso decreto de
Teodosio I, "Del fide Católica" (27 Feb., 380) que declaraba como la
religión del Estado Romano aquella doctrina que San Pedro había predicado
a los romanos y de la cual Dámaso era su cabeza suprema (Cod. Theod., XVI, 1,
2).
Cuando,
en el año 379, la Iliria fue separada del Imperio de Occidente, Dámaso se movió
para salvaguardar la autoridad de la Iglesia romana creando una vicaría
apostólica y nombrando para ella a Ascolio, Obispo de Tesalónica; éste es el
origen del importante Vicariato Papal durante mucho tiempo ligado a la sede. La
primacía de la Sede Apostólica fue defendida vigorosamente por este papa,
y en el tiempo de Dámaso por actas y decretos imperiales; entre los
pronunciamientos importantes sobre este tema esta la afirmación (Mansi, Coll.
Conc., VIII, 158) que basa la supremacía eclesiástica de la Iglesia Romana en
las propias palabras de Jesucristo (Matt., 16, 18) y no en decretos conciliares.
El prestigio aumentado de los primeros decretales papales, habitualmente
atribuido al papado de Siricio (384-99), muy probablemente debe ser atribuido
al papado de Dámaso ("Cánones Romanorum ad Gallos"; Babut, "Las
decretales más antiguas", París, 1904). Este desarrollo de la
administración papal, sobre todo en Occidente, trajo con él un gran aumento de
grandeza externa. Esta magnificencia seglar, sin embargo, afectó las costumbres
de muchos miembros del clero romano cuya vida y pretensiones mundanas, fueron
amargamente reprobadas por San Jerónimo, provocando (el 29 de Julio del
370) que con un decreto de Emperador Valentiniano dirigido al papa, se
prohibiera a los eclesiásticos y monjes (posteriormente a obispos y monjas)
dirigirse a viudas y huérfanos para persuadirlos con la intención de obtener de
ellos regalos y herencias. El papa hizo que la ley fuese estrictamente
observada.
Dámaso
restauró su propia iglesia (ahora iglesia de San Lorenzo en Dámaso) y la dotó
con instalaciones para los archivos de la Iglesia Romana (vea ARCHIVOS
VATICANOS). Construyó la basílica de San Sebastián en la Vía Apia
(todavía visible) edificio de mármol conocido como la "Platonia"
(Platona, pavimento de mármol) en honor al traslado temporal a ese lugar (año
258) de los cuerpos de los Santos Pedro y Pablo, y la decoró con una
inscripción histórica importante (vea Northcote y Brownlow, Roma Subterránea).
En la Vía Argentina, también construyó, entre los cementerios de Calixto y
Domitilla, una basilicula, o pequeña iglesia, cuyas ruinas fueron descubiertas
en 1902 y 1903, y donde, según el "Liber Pontificalis", el papa fue
enterrado junto con su madre y su hermana. En esta ocasión el descubridor,
Monseñor Wilpert, encontró también el epitafio de la madre del papa de la que
ni sé sabia que su nombre era Lorenza, ni tampoco que había vivido los sesenta
años de su viudez al servicio de Dios, y que murió a los ochenta y nueve
años, después de haber visto a la cuarta generación de sus descendientes.
Dámaso construyó en el Vaticano un baptisterio en honor de San Pedro y
gravó en el una de sus inscripciones artísticas (Carmen 36), todavía conservada
en las criptas Vaticanas. Desecó esta zona subterránea para que los cuerpos que
se enterraran allí (beati sepulcrum juxta Petri) no pudieran ser afectados
por agua estancada o por inundaciones. Su devoción extraordinaria a los
mártires romanos ahora es muy bien conocida y se debe particularmente a los
trabajos de Juan Bautista De Rossi.
Para
darse cuenta de la gran restauración arquitectónica de las catacumbas y
de sus características artísticas únicos tenemos las Cartas de Dámaso donde su
amigo Furius Dionisius Filocalus plasmó los epitafios compuestos por Dámaso,
(vea Northcote y Brownlow, "Roma Subterránea" 2 ed., Londres,
1878-79). El contenido dogmático de los epitafios de Dámaso (tituli) es
importante (Northcote, Epitafios de las Catacumbas, Londres, 1878). También
compuso varios resúmenes epigramas de diversos mártires y santos y algunos
himnos, o Carmina, igualmente el resumen de San Jerónimo dice (Ep. 22,
22) que Dámaso los escribió en virginidad, ambos en prosa y en verso, pero
ninguna de dichas obras se ha conservado. Para las pocas cartas de Dámaso
(algunas de ellos espurias) que han sobrevivido, vea P.L., XIII, 347-76, y
Jaffé, "Reg. Rom. Pontif." (Leipzig, 1885), nn. 232-254.
THOMAS
J. SHAHAN Traducido por Félix Carbo
SAN
DÁMASO I (año 305ca. † 384) «Dilexit
Ecclesiam» amó a la Iglesia Católica Elegido el
01.X.366, murió el 11.XII.384.
El
último tercio del siglo IV marca el período de mayor influencia de España en
Roma. Tres nombres gloriosos llenan ese espacio de tiempo, cada uno en su campo
propio y los tres ligados de alguna manera entre sí. Dámaso honra el
Pontificado; Teodosio, el Imperio, y Prudencio, la poesía cristiana. España,
que tanto había recibido de Roma, que aprendió a amar en latín a Jesucristo,
pagó con creces la deuda contraída. Aun prescindiendo de otros nombres
ilustres, con los tres mencionados bastaba para probarlo.
San
Dámaso es, entre los Pontífices antiguos, el que más cerca está de nosotros por
sus gustos de intelectual y escriturista y por sus aficiones de arqueólogo. Su
diplomacia firme, aunque discreta, contribuyó a consolidar la posición del
cristianismo frente a los últimos ataques del paganismo; supo mantener el
prestigio de la Sede Apostólica, expresión que comienza a circular durante su
pontificado, y salvaguardar la unidad de la fe, tan amenazada por el arrianismo
y otras herejías cristológicas o trinitarias; fue el mecenas de San Jerónimo y
alentó sus trabajos bíblicos, que reconocería doce siglos después el concilio
de Trento al adoptar como texto seguro la traducción de la Vulgata. Por último,
sus aficiones de arqueólogo le llevaron a restaurar las catacumbas, salvando la
memoria de los mártires y orientando la piedad de los fieles hacia su culto.
San Dámaso nació en Roma el año 305, de una familia de ascendencia española,
cuyo padre, Antonio, había hecho toda su carrera eclesiástica no lejos del
teatro de Pompeyo, junto a los archivos de la Iglesia romana, siendo
"notario, lector, levita y sacerdote". Su madre se llamaba Laurencia
y llegó a la edad de noventa y dos años. Tuvo también otra hermana menor,
llamada Irene, la cual se consagró a Dios vistiendo el velo de las vírgenes.
El
Santo se formó a la sombra del padre, en un ambiente elevado, teniendo ocasión
de relacionarse con lo mejor de la sociedad romana, tan compleja, pues
alternaban los cristianos fervorosos con los viejos patricios adictos al paganismo,
los herejes irreductibles y los empleados públicos, cuyas convicciones variaban
según soplasen los aires de la política imperial. La educación de Dámaso
fue exquisita, y desde el primer momento se orientó hacia la carrera
eclesiástica, destacándose entre el clero de la Urbe. Como toda persona de
mérito, tuvo que sufrir la calumnia o la enemistad, y, por su labor entre las
damas piadosas, que solicitaban su dirección, le motejaron los envidiosos de
halagador de oídos femeninos: auriscalpius feminarum.
Ya
desde su infancia, encendida su imaginación con el relato de las muertes
heroicas de los mártires, debió despertarse en él la vocación de cantor de los
que dieron su vida por la fe, recogiendo ávidamente las noticias que circulaban
oralmente, como en el caso de los Santos Pedro y Marcelino, en que el mismo
verdugo le contó su martirio:
Percussor
retulit Damaso mihi, cum puer essem.
Era
diácono cuando falleció el 24 de septiembre de 366 el papa Liberio. El Imperio
había sido repartido en 364, tomando Valente el Oriente y Valentiniano I el
Occidente. Desde 358 había un antipapa, Félix III (467), y, aunque Dámaso se
había mostrado partidario suyo, después se reconcilió con Liberio y trabajó en
reconciliar al antipapa. Por el gran ascendiente que gozaba en Roma, Dámaso fue
elegido Papa en la basílica de San Lorenzo in Lucina por la mayoría del clero y
del pueblo, siéndole favorable la nobleza romana. Sin embargo, los opositores
se reunieron en Santa María in Trastevere y eligieron a Ursino, que se hizo consagrar
rápidamente por el obispo de Tibur, no haciéndolo Dámaso hasta un domingo
posterior, que fue el 1 de octubre, por el obispo de Ostia. Parece como
si Dios pusiera en la existencia de los santos ocultas espinas que les puncen
para purificarles. Ursino fue el aguijón de Dámaso.
Desde
que el 26 de octubre el emperador Valentiniano dió orden de destierro contra el
antipapa, la revuelta se apoderó de Roma. Los partidarios de Ursino se hicieron
fuertes en la basílica Liberiana, teniendo que soportar un verdadero asedio de
los seguidores de Dámaso, donde dominaban los cocheros y empleados de las
catacumbas. Armados de sus herramientas de trabajo y de hachas, espadas y
bastones, se aprestaron al asalto de la basílica. Algunos lograron subir al
techo y lanzaron contra los leales de Ursino no precisamente pétalos de rosas,
conmemorativos de la nieve legendaria que diera pie a la erección del templo,
sino teas encendidas, que ocasionaron 160 muertos. Ursino fue desterrado, y, si
bien el emperador le permitió volver el 15 de septiembre de 267, le expulsó de
nuevo el 16 de noviembre. El antipapa no cede: desde su destierro maquina
nuevas intrigas y en 370 consigue envolver a San Dámaso en un proceso
calumnioso. En 373 se abre un nuevo proceso contra Dámaso ante los tribunales
de Roma. Esta vez el acusador es un judío convertido, Isaac, detrás del cual se
reconocen fácilmente los manejos de Ursino. El emperador Graciano interviene
personalmente y falla la causa. Absuelve a Dámaso y destierra a Isaac a España,
y a Ursino a Colonia.
En
378 ha de justificarse ante un concilio de obispos italianos que él mismo había
convocado. Los obispos estaban inquietos a causa de las dudas que provocó la
usurpación de Ursino. Pidieron que los obispos no pudieran ser llevados a otros
tribunales que a los eclesiásticos, formados por sus propios colegas, y, en
caso de apelación, que ésta se hiciera al Papa. Que éste sólo pudiera ser
juzgado, en caso de necesidad, por el emperador en persona. Todavía en 381
Ursino vuelve a la carga. El concilio de Aquilea, reunido por entonces, fue la
ocasión. El antipapa quiere llevar la resolución del caso al propio emperador.
Mas, a partir de entonces, todo se apacigua. Ursino debió de morir, porque no
se vuelve a hablar más de él.
Los
partidarios de Ursino no fueron los únicos en crear preocupaciones a San
Dámaso. Al lado del antipapa se agitaban durante todo este tiempo los titulados
obispos cismáticos; luciferianos, donatistas y novacianos. Roma era un avispero
de sectas, y el Papa tuvo que luchar contra su intransigencia, como en el caso
de los donatistas, descendientes de los antiguos montanistas africanos. Su
campeón, el presbítero Macario, condenado al destierro, murió de las heridas
que recibiera al ser apresado, aunque la elección de otro obispo significó un
nuevo competidor contra Dámaso. En medio de tantas dificultades, el gran
Papa pensaba en la Iglesia universal. En punto a herejías, su mayor
preocupación era el arrianismo. Roma se había pronunciado abiertamente contra
las doctrinas arrianas en el concilio de Nicea y siempre había mantenido una
línea clara en este punto. Al tiempo de la elección de San Dámaso eran arrianos
los obispos Restituto de Cartago y Auxencio de Milán, y otros muchos del
Ilírico y, sobre todo, de la región del Danubio. El emperador no quería
problemas por causa del arrianismo, y la situación era dudosa. En 369 San
Atanasio escribe ad Afros, a los obispos de Egipto y Libia, y habla del
"querido Dámaso", pero muestra su inquietud por el estado de cosas de
Occidente. Un poco después otra carta del mismo santo obispo habla de recientes
concilios reunidos en las Galias y España, y en la misma Roma, en que se
tomaron medidas contra Auxencio de Milán. El concilio de Roma nos es conocido
por la carta Confidimus, del propio San Dámaso a los obispos de Ilírico. Esta
carta es una firme declaración de los principios de Nicea. Pero fue necesario
esperar la muerte de Auxencio, en 374, para reemplazarle por un obispo
ortodoxo: San Ambrosio. En la región dalmaciana (Ilírico) el arrianismo
conservó durante mayor tiempo su hegemonía, aunque en 481 el concilio de
Aquilea, en el que San Dámaso no llegó a intervenir, condenó vigorosamente los
manejos de los herejes.
En
Oriente la política religiosa del Papa tuvo menos éxito, porque la situación
era más embrollada. Los católicos estaban divididos a causa del cisma de
Antioquía. Los unos eran partidarios de Melecio, que había sido elegido según
regla: los otros se inclinaban a favor de Paulino. San Basilio de Cesarea era
el jefe de los primeros, y con él casi todo el episcopado oriental. Pero Roma,
bajo la influencia de San Atanasio, se había pronunciado por el segundo. A
partir de 371 fueron llevadas a cabo largas y penosas negociaciones por San
Basilio para obtener la condenación explícita de Marcelo de Ancira y después la
de Apolinar de Laodicea, así como el reconocimiento de Melecio de Antioquía.
San Dámaso se contentó con remitir la carta Confidimus del concilio romano de
370. El asunto de Marcelo de Ancira se resolvió con la muerte del hereje, y el
de Apolinar con su condenación en 375. El caso de Melecio fue más complicado,
porque la solución dependía en gran parte de aceptar o rechazar por parte de
San Basilio la terminología trinitaria usada en Roma. San Dámaso comenzó por
mostrarse intransigente en este punto (carta ad gallos episcopos, 374); después
hizo concesiones, aunque un concilio romano de 376 parecía volver al estado
primitivo. Sin embargo, la muerte de San Basilio el 1 de enero de 379 allanó el
arreglo, más necesario que nunca.
Un
gran concilio reunido en Ancira aquel mismo año aceptó las fórmulas propuestas
por el Papa. Mas este concilio, presidido por el propio Melecio, no podía ser
grato a Dámaso, que era partidario de Paulino. Muerto aquél el año 381, no
pasó, empero, Paulino a la silla de Antioquía, como hubiera deseado el Papa,
sino Flaviano, lo cual contribuyó en alguna forma a aislar el Oriente de Roma
por no resolverse el mencionado cisma. Por aquella misma época se
convocaba en Zaragoza (380) otro concilio para condenar a Prisciliano, cuyas
doctrinas ascéticas resultaban sospechosas. Este, que había llegado a obispo de
Avila, recurriló al Papa, a quien llama senior et primus. San Dámaso, sin
condenarle expresamente, no admitió su requisitoria: EI hereje español tuvo el
mal acuerdo de elevar su causa al emperador, y a pesar de las protestas de San
Martín de Tours y de otros obispos, el efímero emperador Máximo avoca la causa
a su tribunal y juzga y condena a Prisciliano en 385 por el delito de magia. El
y otros cuatro más son decapitados. Ya tienen los panfletistas el primer caso
de "relajación al brazo secular´´.
En
382 fue convocado en la misma Roma un concilio al que San Dámaso tal vez
pensaba darle carácter universal, pero que resultó de escasos frutos. Como el
propio San Jerónimo acudiera a la ciudad de las siete colinas, fue ocasón de
que le conociera San Dámaso y se trabara entre ambos una estrecha amistad, que
tan beneficiosa seria para las ciencias bíblicas. Durante tres años (382-385)
el Papa le retuvo por secretario. Le alentó en sus trabajos escriturísticos y
en sus versiones de las Sagradas Escrituras del hebreo y griego al latín, lo
que nos porporciorló la Vulgata, versión que todavía hoy utiliza como oficial
la Iglesia Romana. Sin embargo, San Jerónimo tenía un carácter independiente y
excitable, muy difícil para la vida de la curia. Añorando su soledad, muerto ya
el Papa, donde siempre los que han servido al señor difunto encuentran
enrarecido el ambiente, se retiró a Belén con sus libros y sus penitencias.
En otoño del año 382, Dámaso, sin entrar en escena, obtuvo en Roma un triunfo importante para el cristianismo: la remoción de la estatua de la Victoria de la sala del Senado. Una vez que Constantino concedió por el edicto de Milán del 313 la paz a la Iglesia y comenzaron a surgir en la Urbe las grandes basílicas cristianas, nos cuesta trabajo entender que Roma siguiera siendo "oficialmente" pagana todavía casi a fines del glorioso siglo IV.
En otoño del año 382, Dámaso, sin entrar en escena, obtuvo en Roma un triunfo importante para el cristianismo: la remoción de la estatua de la Victoria de la sala del Senado. Una vez que Constantino concedió por el edicto de Milán del 313 la paz a la Iglesia y comenzaron a surgir en la Urbe las grandes basílicas cristianas, nos cuesta trabajo entender que Roma siguiera siendo "oficialmente" pagana todavía casi a fines del glorioso siglo IV.
El
edicto de Milán propiamente no cambió la situación legal del paganismo. Seguían
abiertos los templos paganos, seguían expuestas en plazas, foros y paseos las
estatuas de los dioses, seguían recibiendo los sacerdotes del antiguo culto sus
subvenciones estatales. Gran número de las familtias de la nobleza romana
seguían apegadas a sus antiguas creencias. El poeta español Prudencio, que hizo
una visita a Roma a primeros del siglo V, pudo todavía contemplar a los
sacerdotes coronados de laurel cuando se dirigían apresurados al Capitolio, por
el amplio espacio de la vía Sacra, conduciendo las víctimas mugientes. Allí vió
el templo de Roma, adorada como una divinidad, y el de Venus, quemándose el
incienso a los pies de ambas diosas. Como en los versos de Horacio, vió a las
vestales taciturnas acompañar al Pontífice según subían las gradas de altar.
El
mundo en que vivió San Dámaso casi pudiera decirse que, con emperadores ya
cristianos, seguía siendo pagano, y era frecuente sentir el balanceo de la
hegemonía de una u otra religión. Quizá donde estaba simbolizada esta lucha era
en la susodicha estatua de la Victoria, el símbolo más venerable del paganismo
oficial. Toda de oro macizo, representaba a una mujer de aspecto marcial y
formas opulentas, que desbordaban los pliegues holgados de su túnica, ceñido el
talle por un cinturón guerrero. La diosa, ágil y robusta, apoyábase sobre un
pie desnudo, extendiendo, como un ave divina, sus ricas alas, en actitud de
cobijar a la augusta asamblea. Delante de la estatua había un altar, donde cada
senador, al entrar en la curia, quemaba un grano de incienso y derramaba una
libación a los pies de la diosa protectora del Imperio.
Esta
estatua, que para los cristianos era objeto de escándalo y para muchos miembros
del patriciado como el postrer vestigio de la pujanza política del paganismo,
sufrió numerosas vicisitudes. Verdadero símbolo de la vieja religión, compartió
con ella su suerte. Durante la lucha de los cultos, que llena todo el siglo IV,
la Victoria desciende de su pedestal cuantas veces el cristianismo sale
triunfador, y vuelve a encumbrarse en el solio cuando el culto de los dioses
reanuda su ofensiva. El emperador Constante la retira, la vuelve a restablecer.
En el viaje a Roma de Constantino la manda de nuevo retirar. Salido Constantino
de Roma, la mayoría pagana del Senado la restablece en su sitio. Joviano la
deja en paz. Valentiniano la tolera; pero la suprime una orden de Graciano, el
primero de los emperadores que se mostró cristiano en la vida pública y en la
privada.
El
dolor de los senadores paganos fue grande, y enviaron una comisión a Milán,
donde residía el emperador, para pedirle la revocación de la orden; pero los
cristianos del Senado se adelantaron, pues llegó antes a Milán una carta de San
Dámaso, y Graciano se negó a recibir a los comisarios, persistiendo en su
resolución. Todavía la lucha perdura, pues a la muerte trágica de Graciano,
ocurrida al año siguiente, ocupa el trono Valentiniano II, de quien creyeron
poder obtener en su inexperiencia lo que negara resueltamente el anterior
emperador. Entonces entran en juego dos hombres importantes. Símaco, prefecto
de la ciudad de Roma, pagano acérrimo de la vieja escuela, que presenta un
alegato lleno de nostalgia por los dioses paganos, que dieron el poderío y
grandeza a Roma a través de mil doscientos años de su historia, y San Ambrosio,
que vindica la causa cristiana.
En
fin, son los últimos estertores del paganismo clásico. También Prudencio, en su
poema Contra Simmacum, nos ha contado los últimos incidentes de este duelo, que
acabó con la victoria definitiva del cristianismo.
Vincendi
quaeris dominam?
Sua dextera cuique est et Deus omnipotens
Sua dextera cuique est et Deus omnipotens
"¿Quieres
saber cuál es la diosa Victoria? El propio brazo de cada uno y la ayuda de Dios
todopoderoso." La Victoria pagana ha plegado definitivamente sus alas para
abrirlas al lábaro de la cruz.
Nos
queda considerar, por último, el aspecto que ha hecho más popular a San Dámaso,
y también aquel cuya influencia ha sido mayor para la posteridad, el que le ha
merecido el título de ´Papa de las catacumbas". Él se preocupó, en medio
de la agitación de su pontificado, de propagar el culto de los mártires,
restaurando los cementerios suburbanos donde reposaban sus cuerpos, de hacer
investigaciones para encontrar sus tumbas, olvidadas, como en el caso de San
Proto y San Jacinto, en la vía Salaria; de honrarlos con bellas inscripciones
métricas, que después grababa en hermosas letras capitales su calígrafo Furio
Dionisio Filócalo, cuyos trazos barrocos todavía podemos admirar hoy en alguna
lápida íntegra que nos ha llegado de entre el medio centenar que debió
esculpir.
A
finales del siglo IV eran muy borrosas las noticias que se tenían en Roma de
los mártires de las persecuciones. Cierto que ya Constantino se preocupó de
levantar en su honor espléndidas basílicas, como las de San Pedro, San Pablo, San
Lorenzo y Santa Inés. Pero no era posible hacer otro tanto con los que yacían
enterrados en los lóbregos subterráneos de las catacumbas, pues hubieran hecho
falta sumas enormes. La idea de San Dámaso fue darles veneración en los mismos
lugares de su enterramiento, según la tradición romana, que ligó siempre el
culto a la tumba del mártir.
Mas
para facilitar la visita de los fieles eran necesarios trabajos importantes,
pues debían abrirse nuevas entradas, ensanchar las escaleras y hacerlas más
cómodas, adornar las salas o cubículos donde reposaban los cuerpos santos. San
Dámaso se entregó con entusiasmo a esta obra. La cripta de los Papas del siglo
lll, uno de los más sagrados recintos de la cristiandad, la adornó con
columnas, arquitrabes y cancelas, y en el fondo colocó una de sus famosas
inscripciones, que todavía puede leerse, recompuesta en pedazos:
Hic
congesta iacet quaeris si turba piorum
Corpora sanctorum retinente veneranda sepulcra.
Corpora sanctorum retinente veneranda sepulcra.
"Si
los buscas, encontrarás aquí la inmensa muchedumbre de los santos. Sus cuerpos
están en los sepulcros venerables, sus almas fueron arrebatadas a los alcázares
del cielo..."
Nos
podemos imaginar al augusto Pontífice, acompañado de sus más asiduos
colaboradores, tal vez el propio San Jerónimo, emprendiendo aquellas
investigaciones que le llevaban a encontrar la pista de algún santo olvidado.
¡Qué alegría entonces, como se refleja aún en la inscripción a través de los
siglos!:
Quaeritur
inventus colitur fovet omnia praestat.
"Tras
los trabajos de búsqueda es encontrado, se le da culto, se muestra propicio, lo
alcanza todo."
Resulta
emocionante saber que San Dámaso emprendió esta obra de exaltación de los
mártires en agradecimiento por haber conseguido la reconciliación del clero
tras el cisma de Ursino.
Pro
reditu cleri, Christo praestante trinmphans
martyribus sanctis reddit sua vota sacerdos.
martyribus sanctis reddit sua vota sacerdos.
Podrá
objetarse que el santo Pontífice no siempre tuvo buenas fuentes de información,
excepto el caso ya citado, en que el propio verdugo dió testimonio. Casi
siempre ha de recurrir a la tradición oral: Fama refert... Fertur... Haec
audita refert Damasus... En algunos casos ha de dejar el juicio al propio
Cristo: probat omnia Christus.
Esta
pobreza de sus informaciones se manifiesta ya en las descripciones genéricas
que hace del martirio, o en no saber decir los nombres o el tiempo de su
triunfo, usando una frase imprecisa: "en los días en que la espada
desgarraba las piadosas entrañas de la Madre": tempore quo gladius secuit
pia víscera matris. Otras veces será la estrechez de la lápida, que no le
permite espacio para mayores noticias, como en la inscripción de la cripta de
los Papas. Sin embargo, hay que confesar que ya por la dificultad de expresarse
en verso, ya por su propensión a lo genérico e indeterminado, su poesía es vaga
y obscura, aun cuando no podían faltarle noticias concretas, como en los
epitafios de su madre Laurencia o de su hermana Irene. Esta pobreza de
expresión se manifiesta, además, en sus imitaciones virgilianas, que ocurren a
cada paso, y en lo reducido de su lenguaje, que definió De Rossi "como un
perpetuo e invariable ciclo" en que se repiten hemistiquios y aun versos
enteros. A pesar de todo, los pequeños poemas damasianos llegan a conmovernos,
porque reflejan el entusiasmo del poeta y el afecto vivísimo que alimentaba
hacia los atletas de Cristo, de donde sus cálidas invocaciones: "Amado de
Dios que seas propicio a Dámaso te pido ¡oh santo Tiburcio!´
O
en el de Santa Inés: "¡Oh santa de toda mi veneración, ejemplo de pureza!,
que atiendas las plegarias de Dámaso te pido, ínclita mártir".
Se
comprende que los peregrinos medievales copiasen con verdadera ilusión estos
versos, merced a lo cual han podido salvarse en códices y bibliotecas muchos de
ellos, cuyos fragmentos filocalianos hallaron posteriormente De Rossi y otros
investigadores de las catacumbas.
Digamos
también que San Dámaso, que tuvo el honor de transformar las catacumbas en
santuarios, fue, a la vez, el que introdujo el culto de los mártires en Roma. Al
fundar un "título" o iglesia parroquial en su propia casa, junto al
teatro de Pompeyo, según la costumbre, le dió su propio nombre: "in
Damaso", pero le ligó al recuerdo de un mártir español, San Lorenzo. Y
aunque la iglesia iba dedicada a Cristo, como todas las de entonces, al poner
el nombre del santo diácono como una invitación a honrarle más especialmente,
sentó un precedente que evolucionaría con toda rapidez. Las iglesias se
dedicarían a los santos, como ya hoy es normal. El nombre del fundador caería
en desuso y quedaría el del patrón.
San
Dámaso murió casi octogenario el 11 de diciembre de 384. Al final de la
inscripción a los mártires en la cripta del cementerio de Calixto, el santo
Papa había manifestado su deseo de ser allí enterrado, aunque por humildad o
por escrúpulo de arqueólogo no se atreviera a tanto.
Hic
fateor Damasus volui mea condere membra
sed cineris timui sanctos vexare piorum.
sed cineris timui sanctos vexare piorum.
Entonces
se hizo preparar para él y su familia una basílica funeraria en la vía
Ardeatina, no lejos del área donde estaban los mártires queridos. Esta capilla
se presentaba a los peregrinos medievales como una etapa entre Roma y la visita
de las catacumbas. Compuso tres epitafios; para su madre, su hermana y el suyo.
Este es particularmente humilde y lleno de fe. Recuerda la resurrección de
Lázaro por Cristo y termina con esta hermosa frase: "De entre las cenizas
hará resucitar a Dámaso, porque así lo creo".
Sus
reliquias fueron llevadas posteriormente a la iglesia de San Lorenzo in Damaso
y están conservadas debajo del altar mayor. Su gran amigo San Jerónimo hizo de
él este hermoso elogio en su tratado De la virginidad: Vir egregius et eruditus
in Scripturis, virgo virginis Ecclesiae doctor: "Varón insigne e impuesto
en la ciencia de las Escrituras, doctor virgen de la Iglesia virginal". La
liturgia también le es deudora de sabias reformas. Además de su devoción
acendrada a los mártires, la construcción del baptisterio vaticano y la firmeza
apostólica en reprimir las herejías, le cabe la gloria de haber introducido en
la misa, conforme a la costumbre palestinense, el canto del aleluya los
domingos y la reforma del viejo cursus salmódico para darle un carácter más
popular.
CASIMIRO
SÁNCHEZ ALISEDA
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